Santillana Venezuela

3/16/2014

EDUCACIÓN Y NUEVAS TECNOLOGÍAS:

Los desafíos pedagógicos ante el mundo digital

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¿Cómo pensar los desafíos que se presentan hoy a las instituciones escolares frente a la dinámica avasalladora del mundo digital?

La escuela moderna ha sido desde su organización, hace tres siglos, un espacio complejo donde se produce la experiencia social de transmisión y de producción de conocimientos por parte de las nuevas generaciones. Durante muchas décadas, estuvo atenta a la innovación y fue pionera en la incorporación de las novedades del campo de la ciencia, la tecnología y el pensamiento social. Cabe señalar que en 1915 ya se proyectaban en las escuelas secundarias argentinas orientaciones en telefonía o electricidad, que solo habían empezado a difundirse pocos años antes. Ese ritmo de apropiación e incorporación de nuevas tecnologías se fue lentificando en los años siguientes, y el siglo XX terminó con poca renovación en los procedimientos y en las formas de trabajo escolares.

Sin embargo, el cambio tecnológico y el giro cultural que hemos vivido en los últimos treinta años representan para la escuela un desafío diferente del que hasta ahora se venía planteando, ya que –en varios sentidos– ponen en cuestión sus principios básicos, sus formas ya probadas de enseñanza-aprendizaje, su estructura organizacional y edilicia, así como las capacidades de quienes están al frente de los procesos educativos. Y si bien es cierto que buena parte de estos interrogantes se formulan a partir del impacto que han producido las nuevas tecnologías en el mundo del conocimiento, en la sociedad, en la economía, en el campo del trabajo, de la política, del entretenimiento y también en el seno mismo de la escuela, debemos decir, otra vez, que los desafíos que están en juego no son técnicos sino políticos y culturales. No se trata de encontrar una regla para medir cuánta tecnofobia ha desarrollado el sistema o cuánta capacidad de adoptar tecnologías ha mostrado la escuela, sino que estamos en el punto de preguntarnos de qué manera la comunidad educativa, los responsables de las políticas públicas, las empresas y la comunidad en general perciben este cambio y son capaces de tomar iniciativas para preservar todo aquello que la escuela ha construido en su larga historia, pero también para volverse una institución más atenta a la vida contemporánea, más flexible para dialogar con ella y para mantener activa su capacidad de innovación, como requiere la cultura que nos toca vivir.

La ya citada investigadora Mizuko Ito nos recuerda que “la historia muestra los problemas de subestimar el poder de las instituciones existentes y de sobrestimar la influencia de una nueva tecnología” que no ha tenido aún un impacto sistémico, y que para ello debería tomar seriamente en cuenta “las redes más amplias de prácticas institucionales y los discursos culturales que contextualizan estos esfuerzos” (Ito, 2009:189). En esa dirección, habría que hacer un seguimiento mucho más cercano sobre la eficacia que han tenido las formas de introducir las TICs en las escuelas y en el aula, que hemos esbozado en las páginas precedentes pero que requieren más investigación y, sobre todo, discusión y balance compartidos. Por ejemplo, habría que realizar un debate más profundo sobre si fue conveniente convertirla en una disciplina escolar, con el riesgo de aislamiento y marginalidad que implica pero con el valor de un foco específico y un perfil docente asociado claro, o si sirvió que se constituyera en un eje de trabajo transversal en el curriculum, como se hizo en otras experiencias, con la potencialidad de ser incorporado por todos los docentes pero con el peligro de ser un contenido del que nadie termina apropiándose y acaba por ser, en consecuencia, ignorado.

En cualquier caso, deberemos estar atentos a que los contenidos culturales nuevos entran al sistema escolar en una negociación con una gramática o forma escolar que lleva décadas y hasta siglos de vigencia. Pretender que ello no ocurra es pensar que hay contenidos sin formas y formas sin contenido. Y es creer que no hay historia, ni estructuras, ni sujetos que reescriben y adaptan las propuestas de reforma según sus propios repertorios de acción. Hay que tener muy presente que la organización escolar impone un límite contundente a las tentativas de reforma, sobre todo si no se planifican a largo plazo la formación docente que se necesita, las transiciones y pasos intermedios, y la ineludible negociación con lo existente que tendrá lugar en cualquier innovación a escala masiva.

Por otro lado, hemos visto que buena parte del debate se organiza a partir de ciertas dicotomías que no siempre se sustentan en evaluaciones de experiencias concretas y que, si bien son presentadas como “contrapuestas”, pueden ser complementarias. Nos referimos a dicotomías tales como:

- Si las máquinas deben estar dentro del aula o si hay que ubicarlas en un espacio particular. Esta disyuntiva remite a la idea de que no siempre los alumnos requieren computadoras y conexión para su trabajo sino que más bien necesitan espacio de desconexión con el fin de poner en marcha procesos de aprendizaje que no están mediados por las tecnologías; sí se insiste en tener la posibilidad de ingresar a ellas cuando lo requiere el docente o la materia que están tratando. En este punto se han registrado distintas políticas, aunque no necesariamente deben pensarse como contrapuestas.

- El tema de las pizarras electrónicas de uso colectivo como alternativa a las netbooks individuales –tal como lo hemos dicho más arriba–, ha llevado a pensar otra dicotomía: la que contrapone el uso de una pantalla única vs. una pantalla común. En el primer caso, el docente recuperaría su función integradora y la dimensión de tarea en común que tiene la educación (y su posición de una pedagogía pública, como señalamos en el capítulo anterior), mientras que en el segundo caso el trabajo en el aula con equipos individuales reforzaría el tipo de acceso a la tecnología que muchos jóvenes ya tienen en sus hogares o en los locutorios. En realidad, la pantalla individual también puede ser usada de manera colectiva (se registran experiencias de uso de dos o más alumnos por computadora en el aula), así como la pizarra ubicada en el centro del aula no resuelve los problemas de atención o concentración que tiene una pizarra tradicional. Una alternativa a esta dicotomía es pensar espacios de trabajo colectivos y espacios de trabajo individual, como se ha hecho tradicionalmente en las aulas, aunque con un soporte tecnológico que llevaría a un grado de colaboración mayor a partir de la producción individual efectiva en una computadora.

- En los términos del aprendizaje, creatividad y uso de las tecnologías también se ha planteado una dicotomía entre quienes ponen el énfasis en una formación dura y tradicional en el dominio del hardware y el uso del software, contrapuesto a una formación más “polivalente” que incorpore las disciplinas que trabajan con la afectividad, las emociones y que lleve a los alumnos a desarrollar destrezas expresivas y cognitivas que tienen en su base esta dimensión emocional. Cabría decir que las propuestas de formación que se centran exclusivamente en el aspecto de formar “consumidores” (o “prosumidores”) críticos en términos de operaciones racionales reflexivas, olvidan que hay un aspecto de la afectividad y la emocionalidad que se moviliza en los medios de comunicación que es extremadamente potente para producir identificaciones y aprendizajes. En realidad, los jóvenes son los que siempre combinan estas dos dimensiones, pues aunque la escuela ponga el acento en los aprendizajes más duros y formales de las tecnologías, ellos vienen de una socialización con el conjunto de los medios de comunicación donde el centro son, justamente, las emociones. Cómo se integran afectividad y conocimiento técnico y disciplinario son aspectos que deberían pensarse en términos pedagógicos de manera más articulada y más profunda, prestando atención a las implicancias políticas y éticas de estas opciones.

Más allá de estas dicotomías y contraposiciones (que requieren ser consideradas, aunque se las relativice o se las cuestione), no hay duda de que sí existe una tensión latente, y a veces explícita y evidente, entre los modos de trabajo que propone la escuela (su organización en asignaturas, la partición del tiempo y del espacio, las relaciones de autoridad que establece, la progresión y secuencia de conocimientos que propone) y las experiencias de vida cotidiana que registran los jóvenes tanto en sus hogares como en el espacio social y que hoy están mediadas por los nuevos medios digitales. Colocar ese choque en perspectiva histórica permite, claro está, relativizarlo y contextualizarlo: de hecho, el espacio escolar siempre estuvo en discontinuidad con las experiencias de socialización que han vivido los jóvenes. En todo caso, la novedad en este momento histórico consiste en que la escuela se ve interrogada por esas nuevas prácticas vinculadas a las tecnologías, que tienen una pregnancia y una extensión inéditas y que moldean buena parte de los comportamientos y sensibilidades actuales, y frente a las cuales, muchas veces, la escuela se muestra desorientada y no sabe cómo reaccionar.

Un buen ejemplo lo encontramos en los videojuegos. Si bien existen diferencias tanto en el acceso como en el uso de las plataformas de videojuegos (el género, por ejemplo, es muy importante, ya que los varones suelen ser usuarios intensivos mientras que las mujeres lo practican bastante menos), lo cierto es que los jóvenes se inclinan cada vez más a dedicar buena parte de su tiempo libre a estas prácticas –y también los adultos, como lo señalamos en el capítulo anterior cuando referimos a la alta frecuencia de docentes que reconocen jugar videojuegos–. El punto es qué se hace con ese desafío: ¿se incorpora sin más esa herramienta? ¿Se usan videojuegos comerciales? ¿Cuáles serían “buenos usos pedagógicos” de los videojuegos? Hay mucha confusión al respecto (como lo señalan Perazza y otros, 2010). Se organiza una oposición tajante entre la fascinación de los jóvenes por los videojuegos y el “tedio educativo” –en forma nada inocente, como señala Ito (2009)–, y se hacen “intentos superficiales de combinar educación y entretenimiento” (Buckingham, 2008:226). Buckingham subraya que la escuela suele fracasar cuando “importa” los modos de trabajo de las industrias culturales: “los niños en general exhiben una considerable falta de interés en estos intentos recurrentes de ‘hacer divertido el aprendizaje’” (ídem). En todo caso, la educación tiene el desafío de provocar la fascinación y el entusiasmo por el conocimiento de las nuevas generaciones, sin competir –porque no es deseable, y porque tampoco es posible, dada la disparidad de recursos y de inversión en los productos de ambos campos– con las reglas del entretenimiento que establecen las industrias culturales.

Pero lo que es innegable es que esos jóvenes que se socializan en estas nuevas prácticas culturales provenientes de las poderosas industrias del entretenimiento, llegan a la escuela con experiencias que les han moldeado la percepción, que han modificado su vínculo con la temporalidad, que los han obligado a ejercitar un sistema de atención flotante o “hiper-atención”, y que los han hecho experimentar el vértigo, la velocidad y el desciframiento de enigmas. Estos jóvenes son los que se sientan en un aula y juzgan las reglas de procedimiento escolar desde disposiciones y percepciones estructuradas por aquellas prácticas. En el informe de investigación sobre videojuegos en la escuela ya citado, realizado por Perazza, Segal y otros, se señala que hay que ir más a fondo en el análisis de la contraposición entre los modos de operación con el saber del videojuego y los modos escolares: pareciera que “el detenerse y el pensar son operaciones propias de la enseñanza y que en los videojuegos el hacer es uno de los componentes básicos de su armado.[…] En este mismo sentido, podemos enumerar un conjunto de pares: hacer vs. ver; leer vs. no leer; tocar vs. pensar” (Perazza et al., 2010: 38). Las investigadoras encuentran que, cuando se introducen videojuegos en la cotidianidad escolar, estas tensiones surgen de manera explícita, ya que los estudiantes sienten la contradicción entre las competencias requeridas para ser eficientes a nivel del videojuego (ser rápidos, hacer, probar sin leer o detenerse) y las competencias a las que los obliga el protocolo de trabajo en el aula, que va en una dirección contraria (leer, pensar antes de actuar, detenerse y formular estrategias por anticipado).

Es justamente en este sentido que los educadores De Castell y Jenson han señalado que “el ambiente cultural de las escuelas hoy, en tantos aspectos antitético a la inmersión del juego, insiste en actividades con horarios rígidos, sin espacio para ‘perder noción del tiempo’ al leer un libro o resolver un problema, en un curriculum diseñado sobre todo para dar un panorama de una disciplina sin oportunidad de mirar más en profundidad un tema particular, y con objetivos y retroalimentación inmediata (castigos y recompensas) que se ubican lejos de los estudiantes” (De Castell y Jenson, 2003: 51). Esa imposibilidad, o incluso esa “falta de permiso” desde el curriculum y desde las prácticas establecidas en la escuela para producir un aprendizaje por inmersión y por un tiempo más prolongado en un contenido específico, que otorga una devolución sobre el desempeño que llega semanas o meses después con los resultados de una prueba o la nota de una lección oral, muestra ese desencuentro estructural entre dos lógicas, desencuentro que los docentes suelen percibir dentro del aula cuando traen los nuevos medios y que hay que pensar mejor pedagógicamente para ofrecer mejores secuencias de trabajo y oportunidades más ricas de interacción con esas nuevas tecnologías.

Sin embargo, al mismo tiempo que somos conscientes de estas dificultades y negociaciones que están teniendo lugar, no queremos dejar de subrayar que las TICs le proponen hoy a la escuela la posibilidad de producir aprendizajes, usar herramientas de pensamiento, ejercitar la creatividad y recurrir a almacenes de información, saberes y datos que serían impensables sin tomar en cuenta a la tecnología digital. Abren enormes posibilidades creativas y ofrecen archivos de la cultura impensables hasta hace pocos años, al punto que historiadores de la cultura del siglo XX dicen que habría que reescribir buena parte de esa historia ahora que podemos acceder a muchas obras literarias, libros de texto, películas o experiencias teatrales que hasta hace poco se guardaban en selectos archivos locales de difícil acceso. Como dijimos en el segundo capítulo, hay una gran ampliación de la capacidad de aspiración y los horizontes de expectativa de los sujetos que también tiene enormes posibilidades democráticas y de demandas de mayor justicia en el acceso a bienes y ejercicio de derechos. La experiencia reciente de movilizaciones ciudadanas en distintos puntos del globo organizadas a través de redes sociales como Facebook o Twitter o bien a través de mensajes de texto de los celulares (como muestran los casos de España, Irán, Irak o Estados Unidos en los últimos años) muestra que las nuevas tecnologías pueden tener efectos políticos muy movilizadores, y no solamente una función de contacto y de comunicación banal (Hartley, 2009).

Junto con esta valoración, no puede negarse que la escuela guarda un acervo de conocimientos que le resulta propio y donde se siente cómoda, que no proviene de estas nuevas prácticas, y cuyo valor no debería subestimarse. Por ese motivo, Ito sostiene que asistimos a “una lucha en curso sobre qué tipo de aprendizaje valoramos, y sobre el poder declinante o creciente de distintas instituciones” (2009: 193). ¿Cuánto de la vieja clasificación o modos de trabajo con el conocimiento que estaba a la base de la estructuración de la escuela moderna debería conservarse, y cuánto hay que renovar? Quizás, incluso, más que “cuánto”, habría que pensar en el qué queremos conservar o renovar, y en el cómo. Por citar solo un ejemplo, probablemente todos acordemos que queremos conservar el aprendizaje de la lectoescritura y de la comprensión y producción de sentidos en torno a los textos, pero esa definición dirá todavía poco sobre qué significa esa práctica en el contexto de tecnologías digitales que asocian las palabras con las imágenes y los sonidos en un continuum que produce y organiza el sentido de maneras novedosas e inéditas en la historia humana.

El problema no puede entonces centrarse exclusivamente en el plano de la incorporación de máquinas o de infraestructura en conectividad, aunque esta sea la condición necesaria para poder plantearse otras preguntas. El desafío está en comprender por qué y cómo es necesario trabajar con las tecnologías y, al mismo tiempo, reconocer los problemas que enfrenta la escuela en esta incorporación, y cuáles son los procesos de aprendizaje que promueve o debería promover la escuela que no son resueltos automáticamente por las tecnologías. David Buckingham nos recuerda que “hay pocas pruebas concluyentes de que el uso difundido de la tecnología haya contribuido a mejorar el rendimiento, mucho menos a generar formas más creativas o innovadoras de aprender para la mayoría de los jóvenes” (2008: 225). Esto no quita que debamos reconocer que esos jóvenes experimentan prácticas novedosas en sus vidas tanto en los momentos de la socialización como en sus actividades recreativas. Lo que alerta es que no sabemos si por ello aprenden más o mejor, o si logran apropiarse de saberes más relevantes para sus vidas adultas.

Pues bien, si aceptamos esta perspectiva, debemos decir que muchos debates sobre el equipamiento escolar están todavía inmaduros, ya que suelen centrar su atención más en los modelos de incorporación de tecnologías que hemos descripto en los capítulos anteriores (pizarras electrónicas, carritos portátiles, laptops o netbooks personales, etc.) antes que en una evaluación sobre sus usos y sobre la eficacia que han mostrado para incorporarse a los procesos de aprendizaje, para promover el trabajo colaborativo o para incentivar la creatividad en los alumnos. Más aun, en un nivel más básico si de tecnologías se trata, la literatura suele hacer más referencias a los programas que nos hablan de las máquinas en el aula que a aquellos problemas muchas veces más importantes y que se relacionan con las bases materiales del acceso: el déficit en infraestructura y conectividad (incluidas las conexiones eléctricas) que registran hoy la mayoría de nuestras escuelas. Hay también un debate muy fuerte sobre el lugar de los docentes en estas nuevas prácticas de conocimiento. Muchas veces esto se expresa en el temor (o, podríamos decir provocativamente, quizás en el deseo) de muchos docentes que imaginan ser reemplazados por la autoridad de las máquinas y los programas de software. Este imaginario se alimenta de algunos diagnósticos que suponen que la mediación del adulto puede desaparecer frente a la creciente autonomía y libertad de los niños y jóvenes que entran en contacto directo con la cultura y los aprendizajes a través de las computadoras.

Un texto emblemático en este sentido es el de Neil Postman (1999), que muestra esta fascinación con las nuevas tecnologías y que destaca la dilución de la autoridad adulta (percibida como algo malo) en este nuevo marco. Allí se dice: “La escuela infantil de la era de la información será muy distinta a la que conocieron mamá y papá. ¿Te interesa la biología? Diseña mediante simulación virtual tus propias formas de vida. ¿Tienes problemas con un proyecto científico? Establece una videoconferencia con el mejor investigador mundial sobre el tema. ¿Te aburre el mundo real? Entra a un laboratorio de física virtual y escribe una nueva ley de la gravedad. Esta es la clase de aprendizaje de primera mano de la que nuestros jóvenes podrían estar ya disfrutando. Las tecnologías que la hacen posible están ya disponibles y esos mismos jóvenes, con independencia de cuál sea su posición económica, saben cómo utilizarlas” (Hugh McIntosh, citado por N. Postman, 1999:55).

Pareciera que los niños y jóvenes podrían prescindir de la mediación adulta y hacerse cargo ellos mismos de sus propios aprendizajes, como si esos programas o la propia red no tuvieran inscripta ya cierta mediación “adulta”. En esta ¿idílica? visión del aprendizaje en la era de Internet hay una presunción, que creemos equivocada, que imagina un mundo donde la accesibilidad al conocimiento se realiza a través de Internet y da lugar a un nuevo tipo de niñez, esa que parece requerir la tecnología: inquieta, activa, creativa. Por supuesto, podríamos preguntarnos cómo haría este niño/a para escribir una nueva ley de gravedad si nadie le enseñó la primera, y para qué serviría ese ejercicio individual si nadie hace nada con él, si no hay un lector o lectora al que le interese dialogar y discutir con su perspectiva. También se presupone que habrá un fin de la docencia, que la escuela será reemplazada por una red informática en la que ya no se transmitan conocimientos sino que se enseñen estrategias de búsqueda de la información. Se asume así que lo importante para los estudiantes será saber dónde conseguir la información en la web, o cómo organizar una base de datos, antes que apropiarse de conocimientos y aprender a trabajar (realizar ciertas operaciones de distancia, crítica, reflexión) con ellos.

Puede señalarse, por último, que esta visión romántica de Internet no considera que en Internet coexisten conocimientos valiosos con millones de páginas inútiles o experimentales, donde las personas sueñan, mienten, crean, se exponen, ensayan su subjetividad, despliegan sus gustos, dicen sin esperar respuesta, espían y son espiados, se ríen del mundo, quieren ganar dinero o esperan ser vistos, y que todo esto convive en organizaciones muy dispares y sin criterios claros de ordenamiento ni jerarquía. El francés Didi-Huberman (2006) alerta sobre esta nueva forma de control a través del exceso (de visibilidad, de palabra, de ruido) y la nada (la ausencia de sentido, la sensación de vacío frente a la multitud, la censura). Esta hipótesis de un mundo sin escuelas y de los aprendizajes sin mediaciones no es nueva en la historia de la educación. Más arriba dijimos que el historiador David Hamilton había señalado con mucha razón que asistimos hoy a una vuelta al ideal renacentista de la educación individualizada (Hamilton, 2003). Pero esta hipótesis –que tiene en su base una enorme sospecha de los individuos hacia las instituciones modernas– esconde también una idea que condice con la ideología tecnófila de esta época: la idea de que los individuos pueden liberarse de aquellos poderes que imponen una estandarización de las conciencias y la promesa de vivir en un mundo de individuación infinita, donde cada persona dejaría de pertenecer a cualquier sistema que lo incluya en una serie, y que solo perseguiría la autenticidad con alguna esencia que lo constituye. Antes que un retorno renacentista, en realidad hay que ver los trazos del ideal libertario de los años 60, con sus enormes potencialidades y también con sus limitaciones, en este anuncio de las tecnologías como herramientas de liberación: señalan a la web como espacio de libertad, libre de los controles estatales y de las leyes del mercado o la política, donde es posible establecer un vínculo peer to peer 4 con cualquier ciudadano del mundo y donde mandan la imaginación y la creación sin límites, una especie de canto a la expresividad infinita, sin controles ni autoridad que la regule.

Señalamos, en el capítulo anterior, que este ideario tecnófilo se asocia con la crítica antiautoritaria a la institución escolar. Decíamos más arriba que las nuevas tecnologías han obligado a repensar cuánto de la vieja estructura del aula debemos preservar y cuánto demanda hoy una transformación importante de sus formas de pensar el conocimiento, de sus relaciones de autoridad y de su propia estructuración como institución social. En esta pregunta sobre qué se preserva y qué se transforma, la cuestión sobre la caducidad de la forma escolar cobra nuevos bríos y obliga a nuevas respuestas. En rigor, debemos admitir que estamos ante una puesta en debate del dispositivo “aula” y de las bases mismas en que se asienta su organización y arquitectura básica, incluso en términos literales. No olvidemos que la escuela que hoy conocemos fue diseñada hace un par de siglos (como una “invención contingente” que combinó los modelos y tecnologías disponibles para la educación de las masas, cf. Hunter, 1998), y supone en su propia estructura edilicia un sistema de poder y de jerarquías que hace rato están en cuestión en la sociedad. La centralidad del docente en la clase, la atención constante a un punto único del aula, la anulación del trabajo horizontal así como el disciplinamiento de los cuerpos, entran en contradicción con los requerimientos de infraestructura que demandan las nuevas tecnologías. Esto se evidencia, por ejemplo, en la dificultad que se encuentra en el uso de los nuevos medios digitales.

Admitir que la escuela es una institución histórica y contingente implica reconocer la posibilidad de que las formas escolares actuales cambien y se conviertan en algo distinto de lo que hoy conocemos. Y aunque las críticas anti-autoritarias a la escuela moderna se escuchan desde hace un siglo, lo que pone en evidencia la presencia avasalladora de los nuevos aparatos y tecnologías es que ya no puede mirarse al costado porque hay demandas muy concretas y específicas sobre la organización del trabajo en el aula, sobre los saberes relevantes, sobre la jerarquía y los criterios que los estructuran. Hoy también aparecen nuevas preguntas que hacen a los debates sobre la construcción de un conocimiento público común, y unas reglas de convivencia comunes, más allá de las posibilidades técnicas de construirnos mundos “a medida” y de explorar caminos individuales.

Quienes redactamos este documento creemos que la escuela, y las instituciones productoras de saber (universidades, centros de pensamiento, editoriales, medios gráficos) siguen teniendo todavía un papel y una responsabilidad de primer orden en esta definición de lo que consideraremos una cultura pública común, y más todavía en el marco de un mundo digital cuyo sentido se vuelve opaco por la velocidad y el exceso de signos. Y en ese marco, la escuela sigue siendo la única institución pública que se plantea un trabajo de uno en uno en una escala masiva, una formación que socializa en códigos y en lenguajes ajenos y lo hace de una manera sistemática y paciente, por un tiempo prolongado, sin esperar logros automáticos ni mágicos sino confiando en una acción sostenida e insistente.

También es de las pocas instituciones que interrumpen la cotidianidad y los límites que tenemos a mano para proponernos otros vínculos con la ciencia y la cultura, con otras experiencias y con otras perspectivas. Esos vínculos son valiosas filiaciones con universos de la cultura más amplios, y tienen un valor social que suele ser subestimado. Dice el cineasta francés Alain Bergala: “En materia de transmisión, solo cuenta de verdad, simbólicamente, lo que está designado.[…] Hoy es más importante que nunca, en la era de lo virtual […]. El acceso a las películas a través de Internet no cambiará nada de la cuestión esencial de la designación: ¡esto es para ti!” (Bergala, 2008:109).

En otras palabras: que una información, texto, película o música valiosa esté disponible en Internet no garantiza que alguien vaya a buscarlo, ni que esa búsqueda lo lleve a lugares más ricos de los que llegaría por sí solo. La mediación del mundo adulto sigue siendo fundamental, y quizá más todavía en esta cultura dominada por la proliferación de signos. En esa ayuda en la navegación por este mundo opaco, la escuela puede ayudar a dar forma, lenguaje y contenido a nuevas esperanzas y deseos, y también a apropiarse de manera más relevante de todas esas enormes posibilidades que hoy prometen las nuevas tecnologías. Pero podrá hacerlo en la medida en que sea consciente del desafío, y en que no reduzca la innovación a la presencia de las máquinas o la procese de manera burocrática como algo que debe encajarse forzosamente en el viejo formato escolar. Habría que recordar, con Jesús Martín-Barbero, que la navegación implica a la vez conducir y explorar, manejar y arriesgar. En poder navegar efectivamente esas tensiones, se juegan las posibilidades de que la introducción de las nuevas tecnologías a las escuelas aporte a la democratización de la cultura y a consolidar una sociedad más justa y con mayor conciencia ética sobre su futuro.

FUENTE:
Dussel, Inés
VI Foro Latinoamericano de Educación
Educación y nuevas tecnologías:
los desafíos pedagógicos ante el mundo digital /
Inés Dussel y Luis Alberto Quevedo.
1a ed. - Buenos Aires: Santillana, 2010.
80 p. ; 15x21 cm.
ISBN 978-950-46-2252-9

 

Por: Dussel, Inés

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#tic     #tecnología     # educación     #digital     #escuela     #pedagogía     #    
2 COMENTARIOS
domingo, 04 de noviembre 2012

no podemos abrir cd que viene con libro

carlos a franco

saludos tengo una apple y no he podido abrir el cd para que mi hija estudie en casa y dejar el libro en el cole porque el morral pesa mucho . tengo una apple pro y quiero que me expliquen como usar , abrir el cd gracias , carlos franco caracas vzla

miércoles, 18 de mayo 2011

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